Un día como hoy, hace seis décadas, se producía un golpe de Estado en Guatemala que condenó al olvido al entonces presidente Jacobo Arbenz. Al igual que en el caso chileno, el rol de los Estados Unidos fue crucial para el quiebre del orden democrático. Muchos paralelismos existen entre dos episodios que marcaron a sangre y fuego la historia de América Latina en el siglo XX.
En su edición de junio, la versión argentina del periódico Le Monde Diplomatique incluyó un artículo del periodista guatemalteco Mikael Faujour, a pocos días de cumplirse 60 años del golpe de Estado que acabó con el gobierno reformista de Jacobo Arbenz, en dicho país de América Latina. A más de medio siglo de aquel derrocamiento, perpetrado por el gobierno de los Estados Unidos a través de la Central Intelligence Agency (CIA), el analista destaca que la figura de Arbenz pelea contra viento y marea para evitar ser desterrada por completo de la memoria colectiva del pueblo que gobernó entre 1951 y 1954. En semejante cruzada “anticomunista” mucho tendría que ver, según Faujour, una importante tradición intelectual liberal de gran peso en la vida política guatemalteca, nucleada en la Universidad Francisco Marroquín (UFM).
Jacobo Arbenz Guzmán llegó al poder cuando los hilos de la economía del país eran controlados por la empresa norteamericana agroindustrial –pero también propietaria de los ferrocarriles, los puertos y las redes de telecomunicaciones guatemaltecos- United Fruit Company de Boston. Pese a que no prometió una revolución socialista ni mucho menos, el programa de medidas contemplaba una reforma agraria cuyo alcance rozaba de cerca a los intereses de la firma extranjera. La letra del Decreto 900 Ley de Reforma Agraria confirmaba, sin embargo, que no se trataba de una medida radical. Su artículo 3° estableció, como uno de los objetivos fundamentales, “desarrollar la economía capitalista campesina y la economía capitalista de la agricultura en general”.
Si bien no estaba en los planes de Arbenz aplicar los postulados de la doctrina marxista, los Estados Unidos ya habían tomado nota acerca de la presencia de reconocidos dirigentes comunistas en su gabinete de gobierno. La Casa Blanca había sido testigo del triunfo de Ejército Popular en China, al mando de Mao Tse-Tung, en 1949, y aunque restaban todavía algunos años para que se produjera la Revolución Cubana, en Washington no estaban dispuestos a tolerar la proliferación de regímenes alineados a la Unión Soviética a lo largo y a lo ancho del mundo. Tampoco en América Latina.
Por aquellos años –mediados de los ’50-, el Departamento de Estado norteamericano era comandado por el anticomunista John Foster Dulles. En una serie documental que recorre los años de la Guerra Fría, Alfonso Bauer Paiz, reconocido activista guatemalteco y titular del Banco Nacional Agrario durante el gobierno de Arbenz, comentó: “John Foster Dulles era uno de los abogados de la United Fruit Company. Su hermano Allan era el titular de la CIA, por lo que no tuvieron ningún inconveniente en convencer a su Presidente, que por entonces era un militar, el señor (Dwight) Eisenhower, para que les diera luz verde para derrocar al gobierno de Arbenz”.
La conspiración de la CIA se concretó a través de la operación conocida como PBSUCCESS, que movilizó a sectores descontentos con el régimen y contó con el protagonismo central de la iglesia católica. El 27 de junio de 1954, Arbenz fue destituido y obligado a abandonar el país.
Guatemala y Chile: dos casos similares
El texto publicado en el Le Monde Diplomatique cita las palabras de Héctor Muilo, un ex guerrillero y ex secretario general del partido Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG), entre 2004 y 2013, quien aseguró que uno de los más grandes errores de Arbenz fue “negarse a armar al pueblo para defender la Revolución”. La doctrina de Marx y Engels ha hecho especial hincapié en que sólo mediante la revolución violenta –fundamentada en el carácter irreconciliable de los intereses del proletariado y el capital- se lograría la destrucción del Estado burgués. Partiendo de dicho presupuesto, los teóricos del marxismo han reconocido en la clase obrera la única con el potencial para comandar el proceso de transición de la sociedad capitalista a una socialista, en donde ya no existiría lugar para la división de los individuos en clases, ni un Estado como árbitro y garante de dicha clasificación.
Como observó el politólogo brasileño Emir Sader en su trabajo Las tres estrategias de la izquierda latinoamericana, muchas organizaciones revolucionarias de la región, desde los años ’60, han adoptado el método de la guerra de guerrillas como estrategia de lucha por el poder. El caso cubano, en 1959, resultó fundacional, pero experiencias similares se repitieron en Nicaragua –con el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN)-, Argentina –con organizaciones como Montoneros o Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP)-, Colombia –con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC)-, Uruguay –con el Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros (MLN-T)-, entre otros países.
En Chile, sin embargo, se produjo en 1970 un fenómeno excepcional: el triunfo electoral de Salvador Allende, liderando la coalición centroizquierdista Unidad Popular, inauguraba un régimen cuyas características lo emparentaban con experiencias pertenecientes al período inmediatamente anterior al de la guerra de guerrillas en Latinoamérica, que Sader describió como de “estrategias de reformas democráticas”. Es decir que, en pleno auge de los conflictos armados en el continente, asumía en Chile un gobierno cuyo programa estaba basado en una alianza estratégica entre la burguesía nacional y la clase trabajadora, como una etapa de transición al socialismo, a partir de un vigoroso desarrollo industrial tendiente a la sustitución de importaciones.
Pero el carácter conciliador del gobierno de la Unidad Popular no tardaría en exhibir las contradicciones que precipitaron su caída. Hasta el desembarco de Allende en la Casa de la Moneda, el gobierno chileno estaba en manos del Partido Demócrata Cristiano (PDC) con una marcada influencia de los Estados Unidos a través del programa de ayuda financiera Alianza para el Progreso. Una vez en el poder, el nuevo gobierno, surgido de las elecciones del 4 de septiembre de 1970, avanzó en medidas centrales para el rumbo de la economía, como la nacionalización de la producción de cobre, el principal recurso del país para la obtención de divisas provenientes del comercio exterior. No obstante, muchos han sido los analistas de izquierda que señalaron el alcance parcial de aquella expropiación.
Tras el fracaso de la oposición en los comicios parlamentarios de marzo de 1973, los sectores conservadores comprendieron que les sería imposible retomar el mando mediante los mecanismos democráticos. A pesar de ello, la alianza de derecha Confederación de la Democracia (CODE) contaba con una mayoría ajustada como para concretar un boicot legislativo que incluyó bloqueos a las iniciativas presentadas por la Unidad Popular y hasta maniobras de destitución de miembros del gabinete de Allende. Para ese entonces, el clima de polarización social era cada vez más intenso y amenazaba con desatar un enfrentamiento civil.
En uno de sus discursos orientados a denunciar las maniobras conspirativas, Allende aseguró: “Nuestro gobierno no es socialista. Es un gobierno democrático, nacional, popular, revolucionario, que debe abrir el camino al socialismo y la transformación de nuestra sociedad”. El jefe de Estado desnudaba así algo más que la naturaleza reformista de su proyecto: anticipaba que sería incapaz de quebrar el sistema legal consolidado por los regímenes burgueses, a la hora de defender al gobierno frente al levantamiento militar que se iba gestando. En otra de sus apariciones públicas, tras el primer ataque del Ejército a la Moneda, ocurrido el 29 de junio de 1973 –conocido como el “Tanquetazo”-, Allende afirmó que no cerraría el Congreso, a pesar de que la multitud de seguidores que se habían acercado a respaldarlo se lo reclamaban. A esa altura, estaba claro que el Presidente no tomaría ninguna medida que transgrediera el orden legal y pudiera precipitar una guerra interna.
La edición de septiembre de 2009 del periódico del Partido de la Causa Obrerapublicó un editorial con motivo del cumplimiento del 36° aniversario del golpe encabezado por el general Augusto Pinochet, en el que recordó que “la mañana del 11 de septiembre (de 1973), Allende comunicó a los trabajadores acerca del utimatum dado por los militares para que renuncie. Los trabajadores apostados en las fábricas esperaban instrucciones de la burocrática CUT (Central Única de Trabajadores) (…) que nunca llegaron. Como no hubo órdenes de resistir, llegado el momento del ataque al Palacio de Gobierno, la resistencia (…) fue aislada”.
Poco más de dos meses antes del golpe, el 2 de julio, la Armada realizó en Valparaíso el primero de una serie de allanamientos en busca de armas en las fábricas, con el objetivo de establecer si las bases del movimiento obrero chileno estaban preparando la resistencia. Pocos desconocían ya cuáles eran los verdaderos planes de un sector de las Fuerzas Armadas –instruido por la CIA-, apoyado por sectores corporativos agrupados en el conglomerado norteamericano International Telephone & Telegraph (ITT) y la oposición de derecha.
En su trilogía La batalla de Chile, el cineasta Patricio Guzmán registró algunas entrevistas a vecinos de las barriadas populares de Santiago, indignados porque en los allanamientos en busca de armas incluso habían resultado profanadas muchas de las tumbas situadas en un cementerio de la capital. Frente a la cámara, familias humildes advertían al gobierno que si no les permitían proveerse de armas, les resultaría imposible defenderse.