Federico Andahazi dialoga con naturalidad de lo que se le pregunte. “Si hay una palabra que sintetice la ‘Historia sexual de los argentinos’ es hipocresía”, dice al referirse a su obra que mayor repercusión tuvo. Entrevista a un escritor completo, con varias aristas, que recuerda, polemiza y analiza absolutamente todo.
Por Sebastián Pujol || @sebastianpujol || 02-072013
Cuando Federico Andahazi vio desde el balcón de su casa subir las columnas de humo del papel que ardía en un baldío de la esquina de Corrientes y Sarmiento no sabía que era un hecho que marcaría su destino. Era tan solo un chico viendo a su abuelo, un inmigrante ruso editor de libros, vaciar su biblioteca y con el contenido amar fajos para someterlos al fuego. Era la madrugada posterior al 24 de marzo de 1976 y esa biblioteca era un peligro potencial, que después se confirmaría.
“Cada vez que termino de escribir un libro y le pongo punto final tengo la sensación de devolverle algo a esa biblioteca”, dice Federico Andahazi cerca de los cincuenta años en su casa de Belgrano. “El destino de los libros se parece demasiado al de las personas. Hubo bibliotecas que desaparecieron y otras que fueron apareciendo muchos años después”.
En 1996, con poco más de treinta años y la convicción de dedicarse de lleno a la literatura decidió presentar toda su obra a concursos. Los ganó todos. Desde entonces, lleva publicados doce libros. Sin embargo, la masividad le llegó con su primera novela, “El anatomista”. Con ella ganó el premio de la Fundación Fortabat, que por pedido de la propia mentora del certamen, Amalia Lacroze de Fortabat, le fue negado por indecencia. De todas maneras, el libro se vendió por millones.
“La figura del Mecenas es la vertiente privada del poder”, explica Andahazi. “Así como el poder instituido no tolera a la literatura, también en esta faceta del Mecenas, siempre asociada a una actitud altruista, hay un cierto afán de controlar”.
¿Creés que la ficción molesta al poder?
El poder no soporta a la literatura porque está hecha de la misma sustancia del deseo. Si algo no se puede hacer con el deseo es domesticarlo, someterlo o prohibirlo. Si uno quiere ver los deseos más profundos de la historia de la humanidad, ahí está la literatura. Al poder lo desespera no tener nada que hacer contra la pulsión que subyace a cada obra literaria. Cuando se ve que quieren que se escriba la historia de acuerdo a cierta construcción que tiene que ver con la actualidad y no con el pasado se hace más evidente que las cosas no cambian.
Además, no hay actividad cultural que no contenga una mirada política. Los escritores todo el tiempo estamos haciendo política. Cuando escribí “El anatomista” pensé: “¿A quién le puede importar esta historia que transcurre en el siglo XVI?” Sin embargo, se produjo todo ese escándalo. Ya ves que algo de la actualidad tocaba.
Dijiste una vez: “Aunque mis novelas transcurran en Venecia, Amberes o en el Antiguo Tenochtitlan, siempre estoy hablando de Buenos Aires, mi modesto patrón de medida”.
Hay una frase que algunos atribuyen a Borges y otros a Carlos Fuentes, que dice algo así: “Los Mexicanos descienden de los aztecas, los peruanos y bolivianos de los Incas y los argentinos descendemos de los barcos”. Es cierto. En la propia identidad de cada uno de nosotros hay una historia de inmigrantes. Los argentinos somos una mezcla de diversas culturas y tradiciones. Buenos Aires es eso. Siempre estoy hablando de la Argentina y escondiéndome yo mismo detrás de los personajes, porque así como no existe obra que no sea política, toda obra es autobiográfica aunque no se note. No hace falta la primera persona. El talento de algunos autores es esconderse detrás de los personajes y que no se note.
¿Te interesa la literatura autorreferencial de modo explícito?
No creo en esa cosa taxativa de los géneros. Hay biografías que valen la pena y otras que son olvidables, así como quienes saben contar su biografía y quienes no. Por ahí pasa la literatura. Finalmente, es qué se hace con la prosa. En última instancia lo que vale es cómo se cuenta y no qué se cuenta.
Jack London es el escritor que mejor le prestó su propia biografía a los personajes. Tenía cosas para contar. Una autobiografía de Borges sería tremendamente aburrida a menos que contara todo lo que leyó. Creo que la biografía de Borges estaba hecha de papel y tinta. Es todo muy relativo.
Ficción e investigación
¿Sentís que en tus libros van necesariamente de la mano la investigación con la literatura?
Hasta el momento en que llegaste estaba debatiéndome en los términos de esta misma pregunta. A medida que fui progresando en el tiempo descubrí que al principio era completamente impune. Si tenía que cambiar la historia para que el relato que yo quería contar cerrara, no tenía ningún problema en hacerlo. Cada vez estoy más respetuoso de la historia y eso me da un poco de miedo. Cuando escribí la “Historia sexual de los argentinos” el pacto con el lector era otro. Estaba escribiendo historia y había que ser riguroso. En ese caso no me atrevo a torcer voluntariamente las cosas.
Con el último de los tomos de esta trilogía tuviste que escribir sobre actualidad, ¿eso fue un problema para vos?
Sí y no. Muchas veces los historiadores evitan pronunciarse sobre la actualidad con el argumento de que la mirada contemporánea está teñida de subjetividad. Tengo la sospecha de que los historiadores se excusan de meterse con el presente porque es más cómodo hablar de gente que no se puede defender. A la hora de buscar la bibliografía para hablar de un tema siempre preferí la crónica de los que vivieron ese momento, porque tienen pasión y no objetividad. Creo que eso le suma a la historia. Intenté en el último volumen aportar mi mirada caliente sobre los hechos.
Estaba terminando el libro cuando muere Kirchner. Eso cambió radicalmente el curso del libro, porque cambió el curso de la historia. Estaba contando esos sentimientos que podía escuchar de primera mano. Uno se puede equivocar en el presente y en el pasado.
En una entrevista dijiste: “El trabajo de escritura es un trabajo de reescritura”. ¿Le das más importancia al proceso de corrección y revisión de la obra, por sobre la inspiración?
Yo corrijo, reescribo y releo mientras estoy trabajando. En un momento hay que tomar la decisión de dejar de corregir porque puede convertirse en una tarea sin fin. Me lleva cada vez más tiempo escribir. Definitivamente me parece que esto que se llama inspiración es algo que no tiene secretos. La inspiración tiene que ver con desarrollar un oficio. Cuanto más uno escriba, la inspiración es más fácil de encontrar.
Dijiste en una entrevista: “Yo siempre digo que mi único mérito en términos literarios es ser un descubridor de descubridores”. ¿Qué es lo que te atrae de ese tipo de personajes?
Desde muy chico me fascinó la figura del descubridor, el que está un paso más allá y ve lo que otros no ven. Esta figura está en decadencia. Pareciera ser que las multinacionales se comieron la posibilidad de que existan los genios. El descubridor encarna una figura romántica, épica, que lo hace distinto al resto de los mortales. Hablar de Galileo, de Copérnico y lo que significa revelar que el universo es otra cosa. Hay algo profundamente literario en los descubridores.
Están los que son célebres, que todos conocemos. Pero están los otros que pasaron inadvertidos, que son los que más me gustan a mí. Los que me hacen interrogar por cómo procede el poder con relación al conocimiento, la ciencia o la filosofía.
Mateo Colón, protagonista de “El anatomista”, pasó injustamente inadvertido. Él se declara descubridor del clítoris y además se llamaba Colón. Era realmente literario. A la vez, es el primero en establecer las leyes de circulación sanguínea y oxigenación pulmonar, que es un hallazgo realmente importante. ¿Qué pasó con Mateo Colón que no se lo reconoce en la historia? No hay nada que me provoque mayor excitación que descubrir a alguien que pasó inadvertido para la historia, que el poder hizo todo para que desapareciera.
¿Tenés algún escritor que te atrape justamente por descubridor maldito?
Divido a la literatura en dos grandes ramas. Por una parte, aquellos que como Jack London o Roberto Arlt no tuvieron ninguna formación académica y sin pedirle permiso a nadie se dedicaron a esto y fueron grandes. Te hacen ver que escribir es posible.
Por otro lado, tenés otros como Joyce o Borges que son dueños de una sutileza, una capacidad de lectura y una erudición muy difícil de alcanzar. Te convencen de lo contrario. Me parece que este oficio consiste en transitar esta angosta cornisa entre lo posible y lo imposible.
¿Se puede decir que confrontás con la hipocresía a través de tus libros?
Creo que si hay una palabra que sintetice la “Historia sexual de los argentinos” es hipocresía. Estoy seguro que si hay algo que caracteriza al poder también es esa palabra. La literatura que me gusta es aquella que te abre los ojos, que te hace ver cosas que no eran tan evidentes. Es lo que intento, modestamente, a la hora de escribir.
Hay una frase en la contratapa de la última edición de “El anatomista” que es de Norman Maillery y en la que habla de tu libro. Dice: “Lo leí de un trago. Me admiré primero, pero luego pensé: “¿Qué es, osadía o insolencia?”. Mirándolo 14 años después, ¿era osadía o insolencia?
Una mezcla de ambas. Tenía cierto sentimiento de impunidad que me daba ser inédito. No debía rendirle cuentas a nadie. Norman Mailler, lector finísimo, capta a alguien inédito que no tenía nada para perder. Lo que intento cada vez que me siento a escribir es conservar esa misma pulsión que gobernaba mi pluma cuando era un autor inédito.
¿Te interesa la literatura actual?
Hay muchos y muy buenos. Me gustan mucho Pablo De Santis, Leopoldo Brizuela y Jorge Consiglio. Cada vez es más difícil para los escritores nuevos hacerse un lugar. Está muy comprimido el lugar de la literatura. Tienen que tener la habilidad de hacerse ver. Acompañar la literatura con el cuerpo y con los actos. No es una tarea fácil conseguir que alguien se dedique a leer un libro, que lleva mucho tiempo y sobre todo habiendo tanta oferta.
¿Qué es lo más gratificante que te dio la literatura?
Yo tengo dos hijos, Vera y Blas, que nació muy prematuro y pesaba apenas 600 gramos. Estuvo 6 meses en terapia intensiva y peleó todo el tiempo con una dignidad sorprendente. Se debatía cada día entre la vida y la muerte. Yo en ese momento estaba escribiendo “El conquistador” y Quetza se parece mucho a Blas. Es ese chiquito que iba a ser sacrificado y tenía una enfermedad en los intestinos, al igual mi hijo.
Descubrí que a medida que iba escribiendo la historia de Quetza, desde mi deseo quería formarle un destino a mi hijo. La magia de los médicos surgió efecto, pero la mía también. Ese destino que yo pensé para Quetza se reprodujo milagrosamente en Blas. A medida que yo avanzaba en la escritura iba viéndolo evolucionar a mi hijo. Hay algo mágico e inexplicable en la literatura y uno a veces tiene la certeza de que por esta magia se puede torcer la realidad. La literatura se relaciona con la magia. Los primeros relatos son esas manos pintadas en las cuevas. En un momento se distancia de la pintura, pero es lo mismo. Es el intento de influir en la realidad. Esos dibujos eran el deseo de los cazadores de cazar esos búfalos. Las manos eran las ansias de permanecer en el tiempo. Creo en ese origen mágico de la literatura, de pretender cambiar el destino que es el relato de los deseos. La literatura no es otra cosa que el deseo en estado puro.