Jaime Ramón Mercader del Río fue el asesino de León Trotsky. Con su acción no sólo hizo desaparecer al gran intelectual y entrañable amigo de Lenin, sino que representó la cúspide de uno de los dramas más espaciosos de la historia del siglo XX: la lacónica y enigmática Revolución Rusa consumiéndose a sí misma.
Por Giovanny Jaramillo Rojas || sincompliques@hotmail.com|| 25-03-2014Ilustración: Julián Chab || julichab@hotmail.com
Esta es la parábola de la despersonalización de un ser humano que siguió ciega e incondicionalmente una doctrina, volviéndose el báculo de la burocracia que le conducía. Su fábula trata sobre la fabricación del individuo soviético más obediente de todos, y su comprensión, que en los términos de Hannah Arendt, no simboliza, de ninguna manera, la justificación de sus actos criminales. Para ella, la frase “entender lo sucedido” significa “racionalizar lo sucedido”, puesto que la labor del pensador es la de pensar lo más objetivamente posible, alejándose de reproducir discursos que nieguen la realidad de los hechos abordados y mucho menos que tramiten las ideas de perdón u olvido ante determinadas injusticias, formando, por el contrario, la disposición básica del despliegue del concepto de memoria.
La empresa teórica que gestiona Arendt intenta aclarar las circunstancias institucionales de la despersonalización de los que cometen delitos auspiciados por consorcios puramente administrativos y que se desprenden eficazmente, tras un proceso de ideologización extrema, de la propia consciencia del ejecutor. En su libro Eichmann en Jerusalén, Arendt despliega la controversial noción de banalidad del mal que, para el caso que ocupa a la filósofa alemana, no disculpa los actos de suma crueldad llevados a cabo por el ingeniero nazi Eichmann en perjuicio del pueblo judío, sino que se abisma a relacionar la génesis ideológica del individuo interventor con su psicología particular llegando a la conclusión de que Eichmann no era un hombre despiadado por naturaleza, sino que fue presa de una cárcel ideológica que no le permitió detenerse a pensar en las consecuencias de sus actos. Para la autora, Eichmann era culpable y fue un criminal, pero muchos de los sucesos en los que anduvo envuelto no dependieron de él como sujeto pensante con capacidad de distinguir individualmente entre el bien y el mal. Tan solo era un simple burócrata.
Pensando en Ramón Mercader del Río no fue difícil rumiar la efigie del anonimato, que tiene siempre la misma cara y que lejos de estar velada muchas veces ni siquiera existe. Tomé así como punto de partida la idea que reza que los males más grandes de la historia son los cometidos por anónimos altamente burocratizados, ya que éstos, aun dejando todos los indicios de transgresión y delito, saben deponer todo rastro de culpabilidad con sus inescrutables y muy obscuras estelas de silencio. El anonimato deja la sospecha y la sospecha se convierte en el relato ficcionado de acciones evidentemente institucionalizadas, cuyas virtudes literarias son más fuertes que el sentido mismo de aquellas olas subacuáticas que, en el sentido Braudeliano, son las que mueven la historia total. De esta manera, promuevo la idea de que siempre hay cosas que son más fuertes que el ser humano y que, como empezaremos a comprobar, una de ellas –tantas- es la ideología.
De origen español, Mercader es enviado, de joven, estratégicamente a la URSS porque en el Kremlin sabían de él y su madre Caridad del Río –comunista consagrada-, y sus respectivos papeles jugados en las tribunas revolucionarias españolas de la II República. Ramón sobresale por su amplia experiencia partidaria, audacia discursiva y la totalidad de las sapiencias soviético-marxistas abrazadas. Es puesto rápidamente a disposición de una formación más rigurosa que la impartida a sus pequeños compatriotas.
Su madre Caridad se había hecho merecedora de la orden de Lenin – medalla entregada al valor y al heroísmo soviético- y con esto le había legado una responsabilidad o suerte de designación a su hijo. Él estaba siendo entrenado para ser un espía rojo. En pocos meses, llegó a ser comandante de los servicios especiales soviéticos y del Comisariado del pueblo para asuntos internos (NKVD) y a sobrellevar algunas misiones de pesquisa y vigilancia en Europa occidental. La NKVD con el tiempo habría de convertirse en la famosa agencia de inteligencia rusa para la seguridad del estado KGB.
A finales de 1937, Ramón llega a Francia con un pasaporte belga que ostentaba su nuevo nombre: Jacques Mornard. La misión es afilada e impartida por el mismísimo Stalin que ya recelaba capitalmente de las actividades de su homólogo en la cabeza del sóviet: León Trotsky. Ramón -o Jacques- debía infiltrarse en los círculos trotskistas del país galo. En París se reencuentra con su madre que también, por mandato soviético, seguía muy de cerca los movimientos del partido comunista francés.
En su labor parisina, Mercader conoce a la neoyorkina Sylvia Ageloff, una militante trotskista que mantenía contacto con personajes muy cercanos al líder. No tardó mucho en enamorarla e irse a vivir con ella. Es por la vía de su relación con Sylvia por la cual Mercader empieza a llevar a cabo su misión. Envuelto en una vida de facilidades y lujos financiados por el Kremlin y con un Ramón infiltrado, la misión debería arrojar información de importancia para mantener los movimientos del trotskismo dentro del radar. Es el auténtico gentleman y nunca nadie se enteró de su ascendencia española ni de su reciente pasado soviético: era el hijo acaudalado de un diplomático belga.
Stalin hizo exiliar a Trotsky con destino a Kazajistán. El viejo líder de la revolución bolchevique, el visionario protegido por Lenin, se convirtió en un apátrida en un mundo sin aprobación, completamente privado de sí mismo y perseguido. Fue expulsado de la URSS en 1929 por su único y taxativo enemigo, obligándolo a deambular bajo cierto anonimato por diferentes países de Europa. Trotsky hizo de este exilio una de las épocas más productivas de su vida, escribió y teorizó juiciosamente su revolución permanente y, entre otras cosas, tuvo el tiempo de organizar y llevar a cabo la IV internacional celebrada en 1938 en París, con la particularidad de no contar con la presencia de él. Ningún país pretendía dificultarse la existencia desafiando al poderoso líder soviético, brindándole asilo político a Trotsky.
En 1937, México decide dar asilo político a Trotsky con el aval del presidente Lázaro Cárdenas y la determinante influencia del pintor y muralista Diego Rivera.
Jacques Mornard –Ramón Mercader- llega a Nueva York en las postrimerías de 1938 con la identidad de un ingeniero canadiense llamado Frank Jackson. El motivo aparente de su viaje es el de encontrarse con Sylvia Ageloff para reanudar la relación que habían empezado en París y trabajar en la administración de una industria local. Sin embargo, el verdadero objetivo de su llegada a Estados Unidos era el de seguir muy de cerca el exilio de Trotsky y coordinar ciertas líneas comunistas de ese país.
El 24 de mayo de 1940, a las 4 de la madrugada, el pintor y muralista mexicano, David Alfaro Siqueiros, entra a la casa de Trotsky acompañado por hombres fuertemente armados que irrumpieron en la habitación del mismo y dispararon con ametralladoras de alta potencia. León y su mujer salen ilesos tras ocultarse detrás de un mueble antiguo.
Cuando el ahora Frank Jackson se enteró del fallido atentado contra Trotsky ,se encontraba en New York a la espera de que le fuera impartida la orden de tomar por las propias manos la misión de aniquilar al enemigo de Stalin para el beneficio de la causa comunista mundial. El líder sovietico no demoraría en darse cuenta de que la mejor manera de eliminar a su antípoda ya no era la fuerza venida desde fuera de la casa, sino que era necesario penetrar en los órbitas sociales más domésticas de Trotsky. Frank Jackson era el único agente capacitado de la URSS para llevar a cabo esta delicada tarea.
Rápidamente, Jackson se trasladó a México con la excusa de liderar una serie de inversiones extranjeras en ese país, y una vez ubicado allí empieza a confeccionar cuidadosamente su designio. En poco tiempo se hace amigo de la familia y entra en confianza con los compañeros de Trotsky.
En varias veladas y reuniones se encontraba con la que sería su víctima, que había aprendido a reconocerlo dentro del paisaje de sus relaciones íntimas como un canadiense muy afable y culto, pero sin llegar a trabar amistad abierta con él.
El 20 de agosto de 1940, Frank Jackson llega a la casa de Trotsky y le pide que lea unos manuscritos firmados por él con la intención de que opine, a lo que León accede invitándole a su oficina privada. Una vez allí, Jackson saca de su bolso tres armas: un revolver, un puñal y un pica hielo que utilizaría como herramienta homicida para clavarlo en la cabeza de Trotsky.
Sylvia ignoraba por completo las intenciones de su amante. Desde París fue usada para infiltrarse en el trotskismo. Sintiéndose traicionada y días después del homicidio de Trotsky, intentó suicidarse sin lograr su cometido. Jackson, ahora en manos de la policía mexicana, así como había sabido matar, tenía que saber callar. Sólo de esta manera sería sacado rápidamente del apuro. Si bien el homicida nunca conoció directamente a Stalin, seguía sus órdenes como una empresa divina y no se atrevería a traicionar al régimen y él, como parte ínfima del mismo, tampoco traicionaría sus fervientes convicciones. Mornard-Jackson no podía aceptar nunca ni bajo ninguna circunstancia su verdadera identidad. Había sido entrenado para no ser él y en caso de ser descubierto, para falsear su otredad.
Se convirtió en un hombre sin nombre, sin pasado y sin historia. Se conoce su identidad de Jacques Mornard y esto complica su defensa. Nadie sabe quién es. Tal vez ni siquiera él mismo. Es un hombre sin rostro que no se llama ni Jacques, ni Frank, ni Ramón. Es un hombre anónimo perseguido por el grito de su víctima y los vítores de un frívolo y desquiciado dictador. En su fuero interno era Ramón Mercader, pero puertas para afuera sólo le podía el mutismo que por no decir absoluto sí resultaba demasiado radical.
Fue encarcelado en México para pasar un tiempo indefinido de elipsis y negación de su propia y verdadera persona. La misión había sido cumplida, un hombre viejo atacado por la espalda y después del estruendoso grito de despedida de la víctima vendría el silencio real del victimario y su celda en la prisión de Lecumberri.
Tras cuatro años preso, en 1944, su madre viajó a México desde la URSS con el propósito de sacarlo de prisión, haciéndose de algunos contactos estalinistas en el partido comunista mexicano. Aunque la orden de Stalin era la de no dejarla salir de la URSS, ella violentó este mandato y, después de armar un escándalo, se enteró que la inteligencia rusa (NKVD) estaba trabajando para sacar a su hijo de México. Ante la confusión que ocasionó la llegada de su madre a México y sus reuniones clandestinas y diligencias, las autoridades dieron con la verdadera identidad del homicida que no era ni Jacques Mornard, ni Frank Jackson, sino un tal Ramón Mercader del Río. Esta situación desestimó los adelantos de la NKVD para sacar a Ramón de prisión y, por el contrario, le hundió por 16 años más.
El 6 de mayo de 1960, Ramón Mercader salió de Lecumberri y ese mismo día agarró un avión para La Habana, donde fue recibido por la Cuba de Fidel un año antes de que el régimen de la isla se declarara socialista. Después de un par de meses en Cuba, Mercader salió rumbo a Moscú, con el nuevo nombre de Ramón Ivanovich López. Ya de vuelta en la URSS recibió, por mandato del fallecido Stalin, la medalla de héroe de la Unión Soviética –la misma que había recibido su madre- por su contribución al sostenimiento leal de las banderas comunistas-soviéticas en el mundo o -lo que era lo mismo- por haber matado a Trotsky. Sin embargo, en el que era su país de adopción ideológica, Ramón fue vetado de cualquier contacto con agencias de inteligencia, apartado del partido y puesto en labores editoriales para la reconstrucción de la historia del partido comunista español.
En Mayo de 1974 escribió una carta a Fidel Castro preguntándole si podría ir a vivir a Cuba. La respuesta fue positiva y en agosto de ese mismo año, completamente descreído y desilusionado de la desestalinización de la URSS, se embarcó con su familia a Cuba, lugar al que llegaría identificado con su último nombre en vida: Ramón Ivanovich López. Este hecho demuestra que él era presa de muchas animadversiones y que su nombre por seguridad propia e incluso por intereses políticos sombríos de calidad internacional, no podría ser revelado nunca más. Su misión seguía siendo el silencio. En 1977, un Ramón claramente enfermo se puso en contacto con un amigo español en Moscú haciéndole saber su deseo de volver a su Cataluña natal y pasar allí sus últimos meses de vida. Éste estuvo en la disposición de ayudarle pero había puesto una condición: que escribiera unas memorias en las que aclarara la identidad de la persona que había dado la orden de asesinar a Trotsky. Como era de esperar, Ramón declinaría su petición, protagonizando la que puede ser tal vez una de las escenas de consideración o reverencia más grande que un súbdito le haya ofrecido a su honorable dirigente a lo largo de la historia oficial: no traicionando su dogma y redimiendo la memoria de su adalid como el más fiel de los estalinistas. Aunque en el fondo supiera que con sus anacrónicas adherencias lo único que conseguía era menoscabarse cada vez más a sí mismo.
El 18 de octubre de 1978 Ramón Ivanovich López murió en Cuba. Sus restos fueron repatriados ese mismo año para ser sepultados en el cementerio moscovita de Kúntsevo, reservado a héroes de la Unión Soviética. Su tumba dice: Ramón Mercader del Río. Barcelona 1913 – La Habana 1978. Así saldó la URSS esta deuda que tenía con un español hijo suyo: devolviéndole su verdadera identidad –así fuera después de muerto- además de homenajearle como un desconocido héroe de la unión soviética. En el pasillo central del museo de la KGB su fotografía reposa inmutable como la de un ídolo que desconoce su grandeza, mientras en sus lentes se logra traslucir el flash de la cámara, como si se tratara de una artimaña para ocultar su verdadera mirada, y así, otra vez, su auténtica persona, dejando muy en claro que todo en la vida es susceptible de ser eliminado, pero nadie, ni nada, puede asesinar la realidad.