El viaje como experiencia de vida, de superar fronteras, de trasladarse a otros mundos es una constante en la literatura universal. Desde distintos paradigmas, los escritores reconstruyen el sentido del camino hacia lugares insospechados. Tal vez la literatura sea la mejor forma de subirse a la historia y pugnar por no descarrilar.
Por Victor Torres || vtvictor9@gmail.com || 20/03/2014
Si hay algo que parece unir a la historia de la literatura en occidente es la idea de “viaje”. Viaje entendido como el ejercicio de la plena conciencia que compra los pasajes hacia un destino inimaginable, retórico y tenazmente incalculable. Viaje para exteriorizar los sentimientos y pensamientos hacia adentro y afuera porque viajar es también caminar hacia dentro de uno.
David Viñas ha elaborado, en sus trabajos críticos, una importante descripción acerca de este tópico tan común en la literatura argentina cuyo horizonte es la pampa, la llanura sarmientina y el desierto de Lucio V. Mansilla, pero también la política y sus giros ideológico en relación con el poder de la literatura.
Pero entiendo que hay un tronco común en esta idea del camino. Salir a un exterior-interior al mismo tiempo, visitar mundos que son necesario describir, narrar, criticar y en muchos casos transformar. Por supuesto que “descubrir” aglutina todos los demás sentidos. La tradición como continuidad ha sido denostada por los críticos y estudiosos. A pesar de ello (y de ellos) sirve para recuperar lecturas ignoradas o desapercibidas.
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La más recordada obra de David Viñas es "Literatura Argentina y Realidad Política" |
Las grandes obras literarias de todas las épocas que llamamos clásicos y que sirven como motor para impulsar las demás literaturas, están impregnadas de viajes, aventuras, peripecias. El viaje con un fin: la búsqueda, el placer, el poder, el cambio, el conocimiento, el viajar por viajar. Comenzando por Ulises, el mortal más castigado por los dioses, que se enfrenta a un mundo lleno de peligros y sobrevive pese a todo hasta llegar a su Ítaca querida. O el mismo Dante, el primer gran crítico de arte, que se mete en otro cuerpo que también le corresponde y se encuentra en un viaje sin retorno para sus detractores y a la gloria eterna para sus admirables seres. Dante es el viajero sin más armas que la memoria con la que salva o condena a los artífices de su tiempo -y más remotos también-, el “dios” que decide el destino de los hombres porque se ve imperceptible para la joven Beatriz: la luz que le da orientación a su camino. Dante tiene su “Robin”: Virgilio. La imagen de guía (que va a servir para los detectives del policial futuro), esa voz del inconsciente que razona y deduce desde “afuera”.
Hay, por otra parte, una extraña coincidencia entre Odiseo y Dante: el destierro, con sus respectivas variantes, pero el exilio demanda un viaje que es necesario hacer para descubrir la libertad.
Cristóbal Colón hace un viaje por ultramar verdaderamente épico. Le exige prudentes condiciones a los reyes y funda una empresa: la primera agencia de turismo. Colón realiza un viaje para llegar a las indias, se encuentra con el Paraíso Terrenal y se va a morir sin saber que había “descubierto” un continente. El diario de viajes es la primera narración “realista”: no hay seres sobrenaturales, ni monstruos, ni muertos que hablan. Colón narra lo que ve como lo ve, aunque se equivoque en su capacidad de percepción.
Otro de los que viaja y nos invita a ir con él, es Quijano Alonso. A veces “viajar por viajar”, otras viajar para tener aventuras. Don Quijote, y su fiel compañero (una especie de Virgilio proletario y sin poesía) salen en busca de aventuras por la España barroca. Harold Bloom propone una interesante analogía entre el personaje de Cervantes y Dante, desde el papel de la mujer (Beatriz y Dulcinea) hasta el desenlace que sufren los personajes.
Y ya más cercano a nosotros, Martín Fierro. El gaucho que viaja porque es perseguido, el desierto es el rumbo de los que deben esconderse. Y en la segunda parte, la toldería: los indios con sus costumbres y el gaucho que debe ajustarse a las normas de la comunidad. Se instala allí, se siente protegido más que en los ranchos donde manda el ejército. Martín Fierro no viaja a la frontera, en todo caso la frontera es la que lo obliga al recorrido por el llano hasta dar más tarde con sus hijos. Las peripecias de Ulises son para volver a su hogar, Quijote busca aventuras propias de la caballería; las de Fierro no son aventuras ni peripecias, es andar sin consuelo por donde lo lleve el viento.
Uno de los más grandes viajeros del siglo XX es el Che Guevara. Su objetivo es político, la revolución en todas partes. Los viajes de Ernesto funcionan como un “conocimiento de campo”. Allí comprende la realidad en la que viven los pobres de América y comprende que su destino es transformarla. Hay dos etapas bien marcadas: el doctor que viaja para aprender y el guerrillero que viaja en busca de justicia, igualdad, libertad. En términos literarios, Guevara sufre peripecias (hambre, bajas, desentendimiento en el Congo) y aventuras (recorre Sudamérica en moto, se sube al Granma -Organo de prensa oficial del Partido Comunista Cubano (PCC)- , anda por la selva árida de Bolivia a caballo). Eso no le basta. El viaje del Che es a las raíces del continente, la América rebelde que aprende de Carlos Mariátegui y Fidel Castro, y es un hombre de a pie que ve la utopía en el horizonte e igual camina hacia ella: “Iba matando canallas con su cañón de futuro” como canta Silvio Rodríguez.
Jorge Luis Borges hace un viaje quijotesco(entre la imaginación y la realidad) dentro de su cuento “El sur”. Dahlmann es Borges que viaja a la llanura (geografía gauchesca) en busca de otra muerte, algo heroica.
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Borges escribió poemas, cuentos, ensayos y críticas pero nunca una novela. Foto: Sara Facio. |
Julio Cortázar es el escritor que viaja para escribir aunque después comprenda que es un exiliado. París es su residencia, pero también México, Cuba y Nicaragua. Viaja y se inspira, vuelve a su país porque la nostalgia lo obliga a pasear por las calles de Buenos Aires. Su cuento “El otro cielo” es el viaje surrealista de las ciudades que más amaba.
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La impronta parisina está presente en la novela más celebrada de Cortázar: Rayuela. Foto: Sara Facio. |
Pero si de escritores viajeros hablamos no podemos ignorar a Lucio V. Mansilla y al mismísimo Roberto Arlt, que gracias al camino produjo tantas aguafuertes como recorridos. Y más afuera, es Walter Benjamin el que, por no animarse a viajar, se suicida por temor a ser encontrado por los nazis. Distinto hubiera sido su destino si despachaba las valijas (como a Haroldo Conti aquí).
Desde “El viaje del elefante” de José Saramago hasta “Los viajes de Gulliver” de Jonathan Swift.
El viaje es una constante en la literatura. Como placer, inspiración y hasta como destierro. Ha sido – y es- el modo de evadirse de la rutina, de escapar del ruido de la ciudad, buscar orígenes, mezclarse en la irrealidad. El objeto del viaje posee en sí mismo distintas variantes que han generado un peso autónomo en la creación literaria universal.