Martin Scorsese sorprendió al mundo este año con su filme El Lobo de Wall Street. Tres horas que no se sienten. Una historia sencilla y muy honesta basada en las experiencias reales de ascenso, mantenimiento y caída de un agente de bolsa en la Manhattan de los 80s llamado Jordan Belfort –personaje interpretado por DiCaprio-.
Por Giovanny Jaramillo Rojas || sincompliques@hotmail.com || 24-02-2014
La cinta básicamente honra, en un primer momento, la búsqueda del sueño americano por parte del protagonista como un determinante individualista de la política igualitaria y la libertad de competencia económica que ha primado en Estados Unidos desde la afamada crisis de 1929. En un segundo momento, se da rienda suelta a la riqueza conseguida, fruto del esfuerzo y la dedicación, haciendo entrar la trama en el trance y la tensión de lo que es vivir –explícitamente- el sueño americano, que para efectos del director no parece ser otra cosa distinta a la manera como el pensamiento colectivo norteamericano ve la vida ideal y que ha generado toda una suerte de cultura social sostenida por el consumo desenfrenado, la obsesión materialista, la fascinación por el poder, el flamante culto al héroe y la exuberancia ciega con sus formas de fanatismo e hipocresía.
Y es precisamente ese capitalismo salvaje y voraz el que nos es representado a cada momento, esa naturaleza caótica del libre cambio transmutada a la vida íntima de los individuos y a sus prácticas cotidianas.
Scorsese nos muestra que Wall Street funciona orientando el aumento de la producción de todo lo que sea susceptible de ser negociado, es decir todo lo existente e incluso lo no existente como las acciones bursátiles, convirtiendo al individuo en un cautivo de deseos desalmados a veces antinaturales y siempre ficticios. Un individuo que puede llegar a saborear un nivel impensable de lujo y sin embargo está en una constante búsqueda de nuevas distracciones que le puedan solventar la soledad a la que está abocado y que sólo puede combatir adquiriendo y escarbando más y más cosas que no tienen ninguna verdadera relevancia para sí mismo.
¿Esta no es la vida del lobo? ¿No son las bacanales y las tremendas orgías -a veces tan de mal gusto- un fiel reflejo del desierto social en el que vive el lobo? Y ahora bien ¿quién no sintió arder cierto entusiasmo en su imaginación al conocer esas vidas tan anárquicas? ¿Quién no se puso alegremente en los simpáticos zapatos del exitoso lobo? Es nuestro inconsciente narcisista el que opera ante este tipo de historias. Es el Yo el que se ve simbolizado en esos cuestionables valores que nos ha inculcado la sociedad de consumo que nos habla a propósito de la fascinación por el mal y de su especial parecido con la perfección, o lo que es lo mismo, la tentación hacia lo prohibido, esa que según la mitología cristiana hizo que Eva sucumbiera ante la vedada manzana.
De esta manera, el temperamento y la basta experiencia acumulada en más de 50 años de carrera por Scorsese salen a flote con la indiscutible capacidad de crítica evidenciada gracias a un salvaje y mortífero sentido del humor que exhibe lo que puede llegar a ser, y es, el despilfarro y el fraude del dichoso sueño americano, haciendo que después de un interesante éxtasis sobreentendido en el que se confunden drama, comedia, absurdo y tragedia en un mismo hilo narrativo tan acompasado como doméstico, pueda aparecer el fracaso con toda su potencia, como el eterno punto de partida y de reflexión humana, idea que aparece custodiada por disquisiciones geniales sobre la vida, el dinero, el amor, los vicios y secuencias extraordinarias casi surreales por sus tonalidades exageradamente intimistas e intuitivas y donde prevalecen visiones relativas de las situaciones y las atmósferas por encima de la simple representación de la realidad a modo de matemática impresión.
Así, la historia asume una firmeza incontenible volviendo a un incipiente, pero feroz inicio, como ocurre con la resaca: lugar físico y mental en donde la noche estrictamente anterior se convierte en un extraño e indefinido espejismo interconectado apenas por escenas aisladas. Recurso sobreexplotado en la película, que puede ser, además, una de las cintas donde más droga se consume en la historia del cine, tal vez porque esa es la única forma como se pueden desplegar las definiciones del verdadero éxito norteamericano, que implican formalmente los calificativos de cantidad como sinónimo de lascivo exceso, de contenido como equivalente de diversión colosal y de frustración como el homólogo de la vieja usanza empírica-emocional de la retrospección, la preocupación y el no arrepentimiento: véndeme este bolígrafo, dice el viejo lobo para fundar y refundar su imperio.
Ahora sólo esperamos que algún día Martín Scorsese pueda salir de Hollywood a probarse en otras latitudes y con otros temas que no se agoten en los exóticos submundos multimillonarios, criminales y estafadores, a ver si su cine y su particular forma de narrar sigue siendo la misma fuera del circuito orgiástico que se esmeró por reproducir tanto en esta película, que, como escribiera Borges en 1940 en el prólogo de la primera edición de la novela La invención de Morel escrita por su amigo Adolfo Bioy Casares: “no me parece una imprecisión o una hipérbole calificarla de perfecta”.