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La primera vez... SWINGER

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Charlábamos en un bar, una amiga, mi novio y yo. Después de un tiempo de conversaciones poco interesantes, ella nos confesó que quería conocer un bar swinger que frecuentaba su novio con compañeros de trabajo. Nos pidió que la acompañemos y le dijimos varias veces que no. Después de una larga insistencia que llegó casi a la súplica, nos convenció. Resultó el lugar al que jamas pienso volver.


Por Natalia Gauna || @NatiCGauna || 22-03-2013

En la entrada nos recibió un recepcionista que nos preguntó si era la primera vez. Los tres dijimos que sí e inmediatamente apareció por arte de magia nuestro guía. Este tenía la tarea de llevarnos a recorrer el lugar. Nos obligaron a dejar nuestras pertenencias salvo la billetera y subimos al ascensor camino a la perdición.

Llegamos al primer piso. Era un pasillo largo tenuemente iluminado con habitaciones numeradas -a la izquierda, las impares; a la derecha, las pares-. Varias parejas caminaban y conversaban. Una rubia platinada cincuentona reía a carcajadas junto a un hombre obeso que vestía de traje. Muchos otros deambulaban con cierta discreción. “Estas habitaciones son privadas. Si quieren una de estas, las tienen que solicitar en recepción. Sigamos por acá, chicos”, nos indicó nuestro guía. Al final del pasillo dos morochas vestidas de rojo ofrecían detrás de un mostrador juguetes sexuales.

Mientras subíamos las escaleras nuestro asesor nos aconsejaba decir “no” de manera firme si es que no queríamos participar de nada y nos advertía de la insistencia de los hombres. Este era un pasillo angosto y oscuro con varias habitaciones populosas. “Como verán, estas habitaciones son públicas. Pueden pasar, mirar y, bueno... hacer lo que quieran”. La curiosidad funcionó para mí de una manera extraña. Quería entrar a cada una de las habitaciones aunque estuviera advertida por mi novio de que no lo hiciera y, a su vez, no quería entrar porque intuía algo desagradable. Los tres vagábamos por los pasillos. Mi amiga con sonrisa petrificaba miraba estupefacta al guía que no tuvo mejor idea que preguntar cómo nos habíamos enterado del lugar.

Mi novio me miraba inquisidoramente mientras yo de reojo husmeaba al resto de las parejas. Sin más reflexiones, entré a la habitación más concurrida. Dos hombres y una mujer cogían delante de un grupo de señores ubicados en semicírculo que se masturbaban viendo la escena. Por unos segundos estuve inmóvil hasta que una señora al pasar delante mío me empujó sin querer. Entones, salí presurosamente en busca de mis compañeros para contarles lo que había visto pero ya estaban a punto de subir un piso más. “Entraste a una de las mejores”, me dijo el guía mientras se reía. “Les recomiendo que conozcan otras. Los acompaño”.

La primera habitación simulaba un living con varios sillones de diferentes estilos. Ahí,al menos unas diez  parejas garchaban semidesnudos a la vista del resto. Otras, miraban en busca de cierta excitación.

La habitación contigua estaba totalmente despojada, sólo había un biombo negro con varios orificios a la altura de la cintura mediante el cual los hombres podían ofrecer el pito a toda aquella mujer gustosa de chupar. Pero vaya a saber por qué razón nadie le otorgaba utilidad. La ultima habitación del piso era quizás la más íntima, un par de parejas conversaban entre sí, se miraban, los señores tocaban la falda de las mujeres y ellas reían. De repente, un señor que deambulaba solo se acercó a la más alta y le susurró algo al oído. Entonces ella se levantó y se fue con él.

La última escalera que subimos nos condujo a una habitación completamente vidriada. “Acá pueden pasar de a uno y no pueden quedarse mirando...”. Para ese entonces yo ya tenía el estómago revuelto, mi novio -en un rol de guardaespaldas inusitado- trataba de defendernos de los hombres hambrientos y repetía que ya habíamos visto suficiente. Mi amiga continuaba con su sonrisa petrificaba, supongo que pensaba en las visitas de su novio. “Quedan dos pisos nada más. En uno hay un boliche y en el otro piso, una piscina. Yo los dejo acá. Pueden hacer lo que quieran”. Los tres nos mirábamos sin saber qué hacer mientras nuestro guía se alejaba lentamente. Todavía recuerdo el sentimiento de abandono. Ya casi en la puerta, nos miró y regresó. “Me olvidaba, me llamo Carlos”. Sin nada más que hacer, decidimos irnos y dar por concluida esa noche nauseabunda. 


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