"Tiró el respaldo para atrás, acomodó la cabeza de costado con el rostro hacia el vidrio de la ventana que dibujaba curiosas figuras oníricas con el agua desfilando, expresionistas, minimalistas; las seguía con los dedos, ennegreciendo las yemas por días sin limpieza". Un viaje, un grupo de personas desconcidas, pensamientos y la lluvia, espesa, afuera, sin parar de caer.
¿Cómo cubrirse de la lluvia? Era imperativo taparse y la parte del costado del piloto oneroso se barajaba como la opción ideal, pero más importante le parecía proteger la note book a pesar del resfrío procaz, activo que ya sufría y amenazaba con dejarlo afuera del negocio. Justo ahora que podía pegar el zarpazo, terminar por incrustarse en ese directorio lleno de lobos tan feroces como él. Ya no más paradas ruteras, ni engorrosos transportes públicos, tampoco soportar resfriados ajenos o nervios de desconocidos; las gotas gruesas, el sonido polifónico de las superficies resistiendo el agua rebotando en su paciencia..
Con suerte, era el último viaje en combi.
La ruta mojada deslizaba la imprudencia de conductores a velocidades imprevistas. Asomaba la cabeza con cuidado entre las hileras de agua entrecerrando los ojos para tratar de ver la confortable camioneta aproximándose, por fin, para sacarlo de semejante ostracismo.
“Combi de mierda” balbuceó al sacudirse la humedad del pelo.
Por fin, como un destello de sol se recortaba en el horizonte entre la espesa nube gris que formaban el agua y la humedad, de vapor líquido y sombras ennegrecidas. Venía a gran velocidad debido al retraso usual de días tan intempestivos para el tráfico.
Hurgando en sus bolsillos con la torpeza generada por el apuro buscaba los treinta pesos que había separado para pagar el pasaje. Cuando al fin los tenía en la mano, al levantar la mirada el escenario lo dejo inmóvil, petrificado del shock.
La camioneta se le venía encima, parecía no poder frenar. Iba directo a su figura como un monstruo atacando una presa desprevenida, levantando aros de líquido con sus ruedas, ataviada con las galas inocuas de los transportes públicos.
A tan solo un metro el conductor consiguió doblar el volante para apenas esquivarlo por centímetros, frenando justo frente al armatoste que representaba el refugio instalado a la vera de la ruta donde solo él esperaba.
Despertó de sus sueños de muerte con un tímido golpe de bocina que no se completó. La puerta tardo en abrirse más de lo normal; las gotas pegaban en la chapa como cascotes tamizando la sinfonía con el ruido del cemento. Lo demás era solo silencio; por las ventanas no podía determinar si la combi estaba llena, menos si el chofer estaba loco. Solo se desfiguraban siluetas inertes, quizás de trabajadores dormidos. Todos duermen en la combi.
Al minuto exacto del incidente, la puerta se abrió silbando el aire automático del sistema hidráulico; un extraño hedor acompañaba al calor que desbordaba la calidez habitual de la calefacción de estos rodados. Le pareció ver humo, pero no estaba seguro con sus pestañas goteando tormenta.
-¿Puedo subir? -pregunto entre tímido y molesto.
Nadie respondió. Con esfuerzo dilucidó el rostro pálido del conductor que sonreía con extraño sarcasmo, invitándolo con un gesto casi imperceptible.
-¿Hay lugar? -repreguntó.
-Claro Dante, suba hombre.
-¿Lo conozco?
-Claro, si viaja siempre.
Dante no recordaba el rostro del chofer, menos el tono, pero no se preocupó demasiado. Perturbado, subió los escalones con dificultad debido a la humedad universal, sacudiendo los suaves rizos de la escasa cabellera azabache. Había decidido pasar por alto la peligrosa maniobra del conductor, no por pasividad, siquiera por cobardía.
La combi estaba semivacía, solo ocupada por seis personas sin contar al chofer.
Eligió un asiento del lado de la ventanilla desde donde gustaba observar la ruta mientras escuchaba su programa favorito de radio matinal. Atrás, un hombre robusto dormía pesadamente roncando con intensidad flemática. Era tal el ruido que generaba que siquiera con los auriculares pudiera soslayarlo; igual el dispositivo no tenía buena recepción; se mezclaban extraños sonidos de muchas voces, como un coro caótico de sordos cantando sin escucharse los unos a los otros. Tiró el respaldo para atrás, acomodó la cabeza de costado con el rostro hacia el vidrio de la ventana que dibujaba curiosas figuras oníricas con el agua desfilando, expresionistas, minimalistas; las seguía con los dedos, ennegreciendo las yemas por días sin limpieza. Pasó el brazo por encima de la cabeza y puso la mano en la punta alta del asiento, por detrás.
El ritual de relajación estaba recomponiendo el semblante aún acelerado y sensible por el susto primal; no era un cobarde, pero si un temeroso de la muerte como buen competidor inquieto y desalmado que busca el progreso vital del materialismo.
Mientras las noticias del éter mezcladas con sonidos guturales se tamizaban con los ronquidos secos y estridentes reflexionaba sobre el ascenso, las estrategias que tenía planeadas para conseguirlo. “En el mundo de los negocios vale todo” se repetía pensando en lo mal que se pondría su amigo y compañero de oficina al enterarse de sus maniobras para superarlo en la carrera por el sillón disponible en el comité.
“Amigos hay muchos, oportunidades pocas”. Por primera vez en el día una sonrisa macabra se dibujaba por debajo de la nariz fina y rojiza, resaltando pómulos angulados bronceados por el sol de primavera.
Un dolor intenso lo devolvió a la realidad, causado por un golpe certero, rápido, seco, que venía desde atrás; el puño del pasajero roncador sobre su mano en el asiento se incrustaba feroz por única vez haciendo sonar los pequeños huesos. Le había dolido bastante, más allá de la sorpresa e imprevisión.
Un grito agudo resonó en el silente pasaje; se paró indignado, tomándose la mano y mirando al hombre que parecía seguir durmiendo.
-¿Vos estas loco?
-…
-No te hagas el dormido ¡Che!
El atacante parecía seguir durmiendo, pétreo, exhalando e inhalando al ritmo de los graves tonos rugosos de su nariz.
- ¡A vos te digo! – insistió, sin éxito.
Se detuvo a mirar al resto de los pasajeros buscando la complicidad habitual que se espera en este tipo de incidentes. Ni un solo gesto de solidaridad, nadie parecía hacerle caso, como si siquiera estuviese ahí; no lo miraban con sorpresa o lo acompañaba en el reclamo como testigos, a ningún pasajero le llamó la atención la escena. La mano le dolía, pero la medula se le enfrió a causa de la soledad que invadía su acción, al letargo de la pintura. Cada vez entendía menos lo que estaba pasando. El ambiente desangelado seguía calentándose; se quitó el saco italiano del traje y lo tiro en el asiento. No sabía si volver a sentarse o ir directo al chofer a pedirle que interceda contra su agresor de alguna manera. Odiaba cuando la impunidad no lo salvaba a él, ahí la injusticia era innegociable.
Se encaminó por el pasillo demasiado estrecho, dando pasos medidos, la lluvia parecía más espesa y la camioneta aceleraba cada vez más.
-Oiga, vamos muy rápido, ¿no le parece? No se ve nada, nos vamos a matar.
El conductor ni siquiera lo miró por el espejo retrovisor, parecía sordo. La combi frenó con brusquedad, sin previo aviso, como si hubiese chocado contra una pared invisible. Dante salió volando hacia delante para caer pesadamente al piso golpeando su frente contra uno de los apoya brazos. Desde ahí la emprendió a gritos y aullidos, con la frente cortada y ahogando sus quejas con un fino hilo de sangre:
-¿¡Estás loco!? ¡Nos vamos a matar! ¿¡Cómo vas a frenar así!?
El silencio se reproducía en la constreñida estructura de hierro del rodado. Todos parecían muñecos, marionetas sin voces. Solo se movían en la coreografía del viaje, no hablaban, no lo miraban, era como si fuese una figura omnipresente.
La corbata sirvió de venda para frenar la emanación de la cabeza; se levantó cuando la camioneta echo a rodar de nuevo, esta vez a una velocidad normal para un día lluvioso. La cortina de agua era tal que no podía determinar la ubicación.
Decidió acercarse al chofer otra vez, no podía dejar las cosas como estaban, sentarse como si nada estuviese pasado. Una vez a su lado, afirmándose con sus manos para no volver a caer, se dispuso a encararlo cuando escucho que alguien se estaba ahogando; una niña de unos cuatro o cinco años, en brazos de su madre, empezó a vomitar profusamente un espeso líquido blanco que hinchaba su garganta y resaltaba los glóbulos oculares dando la sensación que se saldrían de sus órbitas de un momento a otro; borbotones interminables emanaban de la boca sin parar acompañados de un sonido inquietante; la madre solo la sostenía, sin una sola mueca de preocupación o atención especial. Nadie más la miraba, era una escena natural para el resto del pasaje. El olor se tornaba insoportable a medida que el líquido se desparramaba por el piso a causa de las maniobras de manejo, ramificándose por los canales de la alfombra hasta llegar incluso a la cabina del chofer y por lo tanto, a los pies de Dante vestidos por inmaculados zapatos de cuero patagónico.
Cuando la niña dejó de vomitar, sin secarse la ropa ni la cara, se acomodó al lado de la madre y siguió viaje como si se tratara de un incidente habitual de los viajes públicos, con la remera tan manchada como la pera.
En los asientos del fondo, una pareja fornicaba exhibiendo pasión animal; una hermosa mujer de senos prominentes saltaba salvajemente con sus pelos desgarbados encima de un musculoso hombre joven que miraba fijo los ojos de Dante mientras acariciaba sus labios con la lengua una y otra vez. Ambos gritaban su lujuria con descaro y pasión, sin percatarse del contexto, con las manos apoyadas en el techo y en las ventanas, empañando vidrios y sonorizando la humedad.
“¡Es hora de bajarme, esto es una locura!”
Sin importarle la computadora, se colocó al lado de la puerta delantera, la única de la camioneta y le dijo al chofer casi implorando:
- Por favor, ¿podés parar para dejarme bajar?
El conductor esta vez si lo escucho, giró la cabeza para balbucear algo casi inaudible.
-No escuché. ¿Qué me dijiste? -preguntó Dante.
-Que ya nunca vas a poder bajar. La puerta está cerrada para vos, por toda la eternidad.
Un frío doloroso comenzó a recorrer su cuerpo; esta vez todos los pasajeros lo miraban, sonriendo con macabro sarcasmo, como testigos lúcidos de aquella extraña conversación.
La mamá y la nena cubierta de vómito, la pareja de jóvenes fornicadores, el robusto cuarentón que lo había golpeado y un tísico pelado y tímido que no se había revelado hasta ese momento.
-No entiendo. ¿Ésto es una especie de broma macabra? ¡Quiero bajar!
-Ya vas a entender.
Dante intentó por instinto forzar la puerta sabiendo que no se abriría con la combi en movimiento, gritando con toda su garganta para que lo dejaran bajar, usando toda su fuerza en la inútil empresa. En el medio de la acción sintió una respiración profunda en la nuca; el más puro terror se dibujó en la cara del chofer que se había acercado para susurrarle “del infierno no se puede bajar”. La cara pálida, los ojos totalmente negros, pequeños ríos azulados de venas ramificadas por el rostro, escupiendo baba blanca y sangre entre dientes amarillos y afilados. Era un engendro representando los peores temores del mortal.
El horror se completó al comprobar que el resto del pasaje reproducía la misma careta, babeante, desangrada, esquizofrénica. No podía escapar de aquella instantánea ni cerrando los ojos. Todos reían, lo señalaban, gruñían.
-No entiendo, no entiendo… -repetía entre sollozos.
-¿Todavía no? El infierno sólo es un lugar donde se reproducen con mayor asiduidad las torturas cotidianas de la vida terrenal, las molestias diarias, y con más intensidad también.
-¿El infierno? Pero, no debería estar acá. ¿Cómo “el infierno”?
-Claro que sí.
-Necesitás estas muerto para eso.
-Claro.
-¿Estoy muerto?
-Tu cuerpo esta incrustado en la parada de la ruta, pegado a la trompa de la combi que te embistió.
Imágenes editadas cinéticamente se sucedían en su cabeza. La combi de frente, la instantánea desde una perspectiva ajena, como si el cuerpo ya no fuera suyo. Y la sangre, y los huesos, y la carne. Tardaron casi tres horas en despegar lo que quedaba de él del refugio de cemento y hierros, en una sinergia onírica de piel y metal.
Se sentó en el asiento de adelante, mirando cómo el horizonte se enrojecía metro a metro, cómo por las ventanas el fuego invadía el contorno ennegreciendo los vidrios.
El hombre tísico se acercó y le apoyó el pene en el hombro, con la expresión morbosa de un pajero por demás orate, tuvo su eyaculación y a los pocos minutos regresó a su lugar, con el rostro desfigurado y el semblante pétreo.
Reflexionó sobre merecimientos, sobre las vueltas de la vida, el destino. Intentó llorar, pero no pudo. Sintió un líquido viscoso colgando de su pera y al tocarla la mano le quedó blanca. En el espejo retrovisor central comprobó que su rostro ya se había asimilado, mutando en el engendro temible de sus pesadillas, goteando sangre de los poros.
La combi se detuvo, abrió la puerta para que una mujer de avanzada edad subiera gritando “¡Era hora, siempre tarde, son todos una mierda, el mundo es una mierda! ¡Merecen morir!”.
Una ira agresiva lo inundó, un nivel de violencia nunca antes experimentado y necesitado de catarsis. Como por arte de magia, con intensidad y celeridad inéditas, comenzó a odiar a aquella mujer que seguía quejándose mientras pasaba por el pasillo golpeando con sus bolsos pesados la cabeza de cada pasajero, hasta la mitad de la camioneta donde se sentaría.
Dante se levantó, se sentó a su lado y le dijo:
-Hola, ¿me permite?
-¿Quién mierda sos vos? ¿Qué querés?
-Sólo charlar.
Y comenzó toda su habitual diatriba a la hora de trabajar en la empresa, el discurso usual al que apela cuando quiere sacar ventaja manipulando con psicologismos a sus compañeros y superiores. La hizo sentir miserable con mucha sutileza, resaltó todos sus complejos de inferioridad que generaban ese semblante antipático, todas las ausencias y sueños incumplidos de cuando era una mujer vital, saludable, tolerante.
La dejo depresiva, inundada de soledad.
Cuando se levantaba, mientras la saludaba con un tierno beso en la mano, y mientras el tísico se acercaba, pensó:
“Bienvenida al infierno”