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Odio guaraní

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El tren, ese lerdo y atolondrado cilindro de metal que atraviesa el conurbano profundo de principio afin. Allí, donde todo es monotonía y regularidad, una voz se impone por sobre lo homogéneo y lo hace añicos. Un grito, un alarido que hace las veces de manifiesto inquietante. El tejido que entrelaza transporte y cotidianeidad, se hizo polvo.

Por Pablo Díaz Marenghi || @pablodiaz91 || 12-11-2013


Una conciencia que estalla. Lo imprevisto vence por goleada al Reino de lo Controlado. Mis sienes a punto de estallar, monótonas; mis ojos, nublados, cansados de ver siempre lo mismo; mis piernas pesadas, hartas del trayecto perpetuo. Los apretados vagones del tren San Martín atravesaban el conurbano profundo de pe a pa. Salté de prepo, me deposité en un ignoto asiento en medio de los monolíticos cuerpos inertes. Me dispuse a ver la misma película de cada día. Puse play. De pronto, una voz gruñe: “¡Guarda con los paraguayos!”. El grito de Celia, enfundada de bolsas y hebillas mal acomodadas, retumbó en toda la chatarra metálica. 

Celia es ese pasajero que gusta de llamar la atención con comentarios que intentan ser de buen ciudadano, que cree que hace patria vociferando opiniones sueltas entre viaje y viaje de tren. Celia acompaña cada palabra con el mentón apenas levantado y mirada de costado, buscando complicidad y aprobación en alguna mirada vecina, segura de que hace el bien. Me sacudí, con miedo a voltear. Mis oídos se predisponían a oír lo desconocido. (este párrafo lo pondría así, aparte)


Los pasajeros la observamos. Era obvio. En un viaje tan repetido, tan igual, donde su sentido no importa, un suceso tan insólito como un grito reclama todos los cañones de la percepción. “Esa paraguaya me cagó la vida”, escupía Celia reafirmando su odio guaraní. Su caterva de insultos no cesaba; la quietud estaba prostituida, resquebrajada. Los cientos de paraguayos que viajan en tren a diario, ¿qué pensarían? A mi lado un hombre, de campera de jean y rostro acongojado, miraba hacia sus zapatos mientras Celia no cesaba sus improperios inagotables. ¿Sería paraguayo? ¿Estaría ofendido? 


Estaba dispuesto a desentramar su mensaje con asombro. El habitual silencio, entrecortado por pregoneros de dulces y mendigos de esperanzas, se volvió una puesta en escena excepcional. El temor era inevitable. Los insultos ofendían a varios, se notaban incómodos, pegados a los cristales de las ventanas. Nerviosos, ya no la miraban a Celia, quien continuaba con sus gritos. Sus expresiones denotaban un cierto temor, como rogando que por favor se bajase en la próxima estación. Celia apretujaba sus bolsas, bolsones y bolsitos pero su relato continuaba. Algunos desprevenidos que recién montaban al potro metálico, creyeron que Celia le hablaba a la nada, que hablaba sola, que era una loca. Sin embargo, Celia fue una interlocutora implacable. No titubeaba en despotricar contra cualquier pasajero que estuviera allí presente. Hablaba con todos nosotros. Nos molestaba, nos atemorizaba y nos perturbaba. El tejido que entrelazaba transporte y cotidianeidad, se hizo polvo.


No me animaba a mirar a Celia. Quizás mi propia auto coacción, mis temores, mis prejuicios, me lo impedían. Sentía en lo profundo una expectativa por la aventura y lo anormal más que satisfecha. El resto del malón, con sus detalles, sus vestimentas, sus minucias, sus rostros maquillados de derrota, resaltaba su malestar ante los rugidos impensados.  Celia se puso de pie; acomodó sus bolsas y enfiló hacia la puerta del vagón. Los cuerpos descolocados, molestos, intentaban retomar sus posiciones. Mi razón se interrogaba acerca de qué fue a buscar con esos aullidos. Me negaba a pensar que se trataba de locura o simple delirio espontáneo. Permanecía el resquemor, la incomodidad; la carne pervertida por el alarido que nadie fue a buscar. Las huellas de Celia aún estaban allí. Inmóviles. Permanentes. Imborrables.



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